MANIFIESTO
I. Lo que somos
Venimos de lugares distintos y distantes. Nuestras historias se cuentan en ritmos y lenguas diversas. Nuestras tierras albergan mundos, sueños y saberes singulares, plurales, fundamentalmente irreductibles. Nuestras aguas fluyen cada una a su modo. Somos los ríos que descienden de las montañas Rocallosas hasta la Tierra del Fuego. Somos los arrecifes que moran el Paso de la Isla Verde y el resto del archipiélago filipino. Somos el lago Victoria y los deltas del Rhin. Somos a la vez la Selva Negra, la Huasteca Potosina y el bosque de Hasdeo Arand. Somos la Costa Salvaje de Pondoland, el litoral de Casamance y las bahías de Chimbote. Somos los pueblos, las aves y las nubes que hacen palpitar la Amazonía y viven del Mediterráneo. Nuestro habitar colectivo se teje desde el reconocimiento y el respeto de los lugares de los que nacen y crecen nuestras diferencias.
Compartimos pocas cosas. Pero no por pocas, menos determinantes. Compartimos una vida y un planeta, y la convicción de que cuidar uno es defender la otra. Compartimos vínculos de solidaridad, cooperación y ayuda mutua, sin importar las distancias o las fronteras. Compartimos experiencias y esperanzas en un habitar común, un habitar que no oculte y aniquile nuestras singularidades, sino que las valore, conserve y enriquezca.
También compartimos sin embargo las mismas rabias y dolores. El sentir de la tierra cuando los tentáculos del capital explotan, despojan, corrompen, destruyen y asesinan. Compartimos historias coloniales en donde el beneficio de unos pocos depende de la miseria de muchos otros, en donde la expansión de un modo específico de existir se perpetúa a través de la conquista, sumisión y extinción del resto. Compartimos la justa indignación por cada paisaje desolado, cada familia desplazada, cada río contaminado, cada lengua y especie extinguida, cada trabajadora oprimida, cada activista perseguido. Compartimos el pesar por todos nuestros muertos y nuestros desaparecidos.
Pero para nuestros muertos, nuestros desaparecidos, nuestros territorios y paisajes devastados, ni un minuto de silencio. Porque compartimos sobre todo el furor de nuestras luchas y el clamor de nuestras resistencias. Desde la nación Wet’suwet’en, el pueblo Nahua o Uitoto, y los comités de Amadiba, algunas de nosotras llevamos luchando durante siglos de extractivismo colonial, sin ceder nunca nuestras tierras. Otros, desde los fiordos escandinavos hasta los Alpes, algunas décadas o apenas algunos años.
Tenemos visiones distintas. Usamos tácticas y estrategias diferentes, no siempre concordantes. Hay quien sale a la calle a marchar y se encadena en protesta a una alcaldía. Hay quien organiza una asamblea, una huelga, cierra un puerto y defiende con su cuerpo el territorio. Hay quien irrumpe en los bancos para denunciar crímenes y complicidades, y quien más bien dialoga para persuadir a los accionistas. Algunos comparten fotos y mensajes de visibilización y solidaridad en sus redes. Otros buscan bases de datos y difunden informes. Algunos más hacen una manta, una canción, un póster o una performance de protesta. También hay quien discute y diseña leyes y regulaciones, quien sabotea y desarma infraestructuras, quien prepara talleres, recupera tierras, organiza cooperativas, acude al tribunal o abre su casa para recibir a un exiliado.
No estamos de acuerdo en todo. Pero la palabra va y viene, y en nuestra pluralidad está nuestra fuerza. Nos hemos encontrado para defender, cada uno a su modo, la vida, el agua, el aire, la tierra, las prácticas que hacen subsistir lo común y abren la posibilidad de una genuina democracia. Nos hemos encontrado para luchar por un planeta justo, digno y habitable, una casa para las generaciones futuras y las comunidades presentes. Nuestro yo colectivo nace de los encuentros y las relaciones que nos hacen ser lo que somos: un ecosistema que hoy se organiza y se levanta.
II. Lo que vemos, sentimos y sabemos
Vemos y sentimos una Tierra herida, enferma. Un status quo que no es y nunca fue viable. Una catástrofe civilizatoria y una civilización catastrófica que atenta contra la vida misma, contra su memoria, su presente y su posibilidad de reproducción futura.
Vemos y sentimos eso que los reportes científicos y los comités de investigadoras e investigadores nos han enseñado a llamar el “cambio climático”, y que personas de algunos de nuestros pueblos nombraban ya antes de otro modo, en otras lenguas. Lo vemos y sentimos en el calor de nuestros mares y el crecer de las mareas, en los bosques que arden, los pozos que se secan y los huracanes que abundan y se intensifican, en el sol abrasador que despunta al mediodía, cada verano más ardiente que el anterior, y en las cosechas cada vez más pobres e impredecibles. Lo vemos y sentimos en la muertes que por miles dejan las inundaciones y las sequías. Lo vemos y sentimos en los cuerpos que se han perdido bajo las balsas y los buques, arrastrados por las corrientes migratorias del exilio, con el único delito de haber querido buscar refugio en otros horizontes. Sabemos que eso que vemos y sentimos no es igual en todas partes. Y que aunque el caos sea planetario, hay quien lo siente en su casa, su panza y su piel, y quien más bien lo lee en un par de informes.
Sabemos también que las causas no son fortuitas, ni ocultas. Y que las responsabilidades son tan asimétricas como los males: los más responsables, no son los más afectados; los más afectados, no son los más responsables. Pero además, para algunas de nosotras, la degradación progresiva de nuestras condiciones de vida no es un fenómeno reciente, ni mucho menos un presagio situado en un futuro más o menos cercano. Es la larga historia de nuestros pueblos colonizados. Una larga historia de depredación y despojo en donde la acumulación y concentración de la riqueza en pocas manos se ha erigido sobre paisajes desertificados, tierras robadas y culturas exterminadas. Sabemos que el ensamblaje de prácticas, instituciones e infraestructuras que hoy perpetúan esa historia a través de jerarquías racistas, antropocéntricas y de género llevan el nombre de capitalismo. Y que para satisfacer sus necesidades de crecimiento indefinido, el capitalismo depende de la exploración, explotación y extracción de recursos – y especialmente de un tipo de recursos: los que se agrupan en el espectro de las energías fósiles. La industria del gas, el petróleo y el carbón no son sólo las fuentes de lejos más significativas de emisiones de carbono que están calentando el planeta, sino el combustible principal de ese modo de producción, acumulación y consumo que actualmente compra democracias y genera guerras en nombre del progreso.
Vemos y sentimos que el extractivismo fósil se expande con los mismos patrones de operación en todas partes. Son las mismas compañías, los mismos grupos corporativos con ramas locales que rebautizan a medida, con los mismos bancos e inversores, que avanzan a lo largo y ancho del planeta. Primero, depredando paisajes y destruyendo ecosistemas. En las montañas centrales de la Sierra Madre Oriental, pretenden trasvasar el cauce de los ríos, dejando sin fuentes de agua a miles de plantas, animales y personas, para alimentar parques industriales y pozos petroleros. En los archipiélagos del Pacífico, la construcción de decenas de terminales de gas natural licuado amenazan los arrecifes y la vida marina. En las costas latinoamericanas los centenares de derrames petroleros hacen flotar peces muertos de las aguas. Lo vemos y sentimos en el silencio que han dejado las aves extintas y el páramo de los claros desolados. Ahí dónde antes había un bosque y ahora un gasoducto. Ahí donde de las tierras y las aguas contaminadas por la fracturación hidráulica ya no crece más que el desamparo.
Segundo, los vemos y sentimos en la destrucción de comunidades, sus economías, territorios lenguas y saberes. La destrucción de los ecosistemas es también la destrucción de los medios de vida de las comunidades locales. En Vaca Muerta, Argentina las familias de mapuches han sido desplazadas, y las manzanas y las peras que las poblaciones sembraban ya no crecen porque después de la actividad petrolera, los suelos se han vuelto irrecuperables. Asimismo, en la selva amazónica, compañías como Perenco recurren a todos los medios para explotar hidrocarburos en reservas naturales y territorios de comunidades indígenas no contactadas o en aislamiento voluntario, poniendo en riesgo su existencia física y cultural. En Uganda, India o Colombia la industria fósil ha acaparado tierras a través de mentiras y el uso de la fuerza. En Senegal, Filipinas o Perú se destruyen manglares y se restringe el acceso de pescadores artesanales al mar para construir plataformas petroleras y puertos de exportación. En los territorios de las Primeras Naciones de lo que ahora se llama USA o Canadá, las compañías destruyen sitios sagrados e intimidan a las comunidades con armas, multas y procesos judiciales. Hablamos de comunidades divididas, derechos vulnerados y tierras despojadas. De lenguas y tradiciones que desaparecen. De autoridades tradicionales ignoradas, desdeñadas, suplantadas.
Tercero, lo vemos y sentimos en nuestros cuerpos. En las afecciones y los trastornos que brotan cerca de las zonas de explotación de fracking. En la leucemia que ahora cargan los hijos de nuestros amigos y familiares, y los padecimientos pulmonares de los trabajadores y las trabajadoras de las minas de carbón. En los dientes caídos y los miembros perdidos en las plataformas de explotación.
Cuarto, en la corrupción y colusión de las autoridades estatales y los organismos internacionales. A los más altos niveles, los contratos de explotación, los cambios en el uso del suelo, la aprobación de los estudios de impacto ambiental y social, o la taxonomía y el marco regulatorio de la sustentabilidad se han construido con sobornos y cabildeos de las corporaciones transnacionales, pasando leyes y regulaciones en favor de los intereses del gran capital fósil. Políticos, parlamentarios y agentes técnicos firman jugosas concesiones y producen informes a sueldo, para justificar y posibilitar la expansión industrial, permitiéndole a las compañías sin fronteras ni banderas seguir actuando con total impunidad.
Quinto, en la persecución y asesinato de quienes nos organizamos para protestar. Desde África del Sur hasta México o Colombia, las y los activistas sociales y defensores de la naturaleza enfrentamos el acoso sistemático, la privación de nuestra libertad y no pocas veces atentados a nuestras vidas o las de nuestros familiares. Sabemos lo que es una intimidación. Algunas de nosotras hemos tenido que dejar nuestros hogares, escapando de amenazas de muerte. Otros hemos pasado injustamente más de una temporada en prisión. Hay incluso quien sabe lo que es sobrevivir una tentativa de homicidio. Hemos llorado a más de un colega, un amigo, un conocido, un pariente asesinado por alzar la voz, por atreverse a defender lo que más quiere y estima.
Sexto, en la precarización de las clases populares y el aumento de las desigualdades. La pobreza energética es ya una realidad patente, incluso en países europeos. Con las bombas que retumban en Ucrania, la especulación y la inflación creciente, estamos viviendo un aumento significativo de los precios energéticos, afectando a quien de por sí tiene más dificultades para pagar sus facturas. Las compañías energéticas, sin embargo, han registrado ganancias récord, jugando y lucrando con las necesidades de la gente.
Sabemos que todas estas cosas que vemos y sentimos están siendo sostenidas y financiadas por una serie de instituciones y mecanismos financieros que se benefician masivamente de la extracción de combustibles fósiles. Calificaciones crediticias y tipos de interés, políticas económicas nacionales, tratados de libre comercio e inversión, condiciones comerciales asimétricas que generan deuda ilegítima y empujan a los países del Sur Global a aceptar políticas extractivistas, impuestas mediante la corrupción y la violencia: todas las estructuras del capitalismo neoliberal están diseñadas para acumular capital en manos de unos pocos, alimentando una espiral de desigualdad y crecimiento sin fin. Sus mecanismos de funcionamiento dependen del oligopolio privado en el control del crédito, la financiación de bancos y aseguradoras, la complicidad de los gobiernos nacionales y las instituciones internacionales, y una concepción del riesgo que sólo tiene en cuenta los beneficios económicos privados a corto plazo y no los riesgos para la vida de las personas y la Tierra.
Sabemos por último que lo que algunos llaman “transición ordenada” es menos una transición y más la reproducción del orden existente. Que históricamente nunca ha habido una transición energética, sino una acumulación de actividades extractivas y recursos explotados que no se sustituyen, sino que se adicionan: primero el carbón, luego el petróleo y ahora la energía eólica y solar se han sumado sin reemplazarse, promovidas por patrones similares de violencia, especulación, acumulación de capital y consumo. Sabemos que son las mismas corporaciones de la industria fósil las que ahora intentan limpiar su imagen financiando parques eólicos, aun si abren pozos de fracking y expanden gasoductos en otras partes. Sabemos que las inversiones a la transición están desarrollando nuevas actividades extractivas con modos de operación igualmente peligrosos y agresivos: de Casamance y Covas de Barroso hasta el Magdalena Medio, las comunidades y ecosistemas se enfrentan a minas de metales raros, a la refuncionalización de infraestructuras para explotar hidrógeno, al despojo que traen los mega-parques industriales. Sabemos que las medidas paliativas del mercado como los bonos de carbono no hacen sino aumentar la privatización de los bienes comunes y la mercantilización de la naturaleza. Sabemos que la verdadera discusión está en la propiedad del crédito y que la verdadera transición será la transición ecológica y económica, plural, comunitaria y justa.
Porque sabemos que todo eso que vemos y sentimos podría también ser de otro modo. Hace apenas unas décadas las finanzas por lo menos eran mayoritariamente públicas, existían mecanismos de control y límites a los flujos de capital, y soberanía en la política monetaria y el destino de las inversiones. Hoy los controles existen sólo hacia nuestras vidas, en la militarización y administración de nuestros territorios, y las regulaciones sólo se enmarcan en términos de estabilidad financiera, es decir, en términos de mantener la estabilidad de la acumulación y la concentración del capital transnacional. Los Estados, por su parte, son cooptados o sometidos a través de tratados y normativas que imponen ajustes estructurales y condicionan la posibilidad de diseñar otro tipo de políticas públicas. Y las instituciones internacionales y los foros intergubernamentales que se encuentran en la cima de la pirámide del capitalismo transnacional se esconden bajo tecnicismos y comités de expertos para mantener la voluntad política de seguir reproduciendo ese sistema neocolonial. Sabemos que esas instituciones deben ser denunciadas, presionadas, vigiladas, reinventadas, desmanteladas y que el cambio sólo puede venir de la organización de nuestros movimientos. Sabemos que no estamos solos. Sabemos que para seguir siendo lo que somos, tenemos que encontrarnos y conocernos.